¿Podría ser que las ficciones distópicas de 1984 y Un mundo feliz no fueran ni tan ficciones ni tan distópicas? Lo que en 1984 era una fantasía, hoy no lo es ni mucho menos. Vivimos conectados a dispositivos que emiten y reciben incansablemente información sobre nuestra actividad, que nos ubican, mediante los que nos comunicamos y definimos ante el mundo. Sin embargo, lo que en 1984 formaba parte de un aparato de control impositivo, hoy es una necesidad básica del individuo. Hoy ya nadie nos vigila, porque nos vigilamos nosotros mismos, no es necesario implementar complejos mecanismos de control, ya que el control emana del individuo, que intercambia voluntariamente privacidad por comunicación. Este fenómeno no ha surgido de repente, sino que es la consecuencia de una lenta pero firme concatenación de acontecimientos que, apuntando en la misma dirección, han ido sumando esfuerzos y energías para constituir este ecosistema que nos define. Así, entre Edward Bernays y Mark Zuckerberg (fundador de Facebook) existe una nítida línea continua plagada de pequeñas (y no tanto) incorporaciones, que con pulso seguro han ayudado a trazar las líneas maestras de esta situación. Desde aquí nos acercaremos a una cuestión relacionada con el tiempo, como es el estado perceptivo que podemos vincular al surfear por la red, un estado de alejamiento del pulso temporal impulsado por la hiperestimulación que emana de la red, y más concretamente con el uso de las redes sociales, frente a la que el usuario, quizás por pura necesidad de descanso, se evade, se deja frotar en ese mar de estímulos visuales, veloces, urgentes, abandonando también en ese acto su vínculo con el pálpito temporal, y cómo no, alejándose de la experiencia física en favor de una simulada, virtual. En este estado de cosas nos preguntamos, ¿podemos estar entre todos transformando la ficción distópica de Orwell en una realidad del futuro inmediato? Esta es la pregunta alrededor de la que surge este ensayo.